Hace aproximadamente 5,000 años, en la antigua Mesopotamia, comenzó la tradición de cultivar uvas, una práctica que cambiaría la historia del vino para siempre. Nuestros antepasados mesopotámicos empezaron a guardar el zumo de uva en ánforas de barro.
Fue en estos recipientes donde observaron que el tiempo y el proceso de fermentación mejoraban el sabor del vino, dándole complejidad y profundidad. A medida que pasaban los años, los productores comenzaron a notar las variaciones en la calidad del vino dependiendo de la cosecha y el origen de la uva.
Para facilitar el reconocimiento de los mejores caldos, idearon un sistema de etiquetado que especificaba tanto el año como la procedencia de las uvas. Así nacieron los primeros registros de lo que hoy conocemos como etiquetado del vino.
Durante el Imperio Romano, España se consolidó como una de las principales productoras de vino, exportando sus caldos a diferentes regiones del imperio. Zonas como Jerez, La Rioja y la Ribera del Duero ya eran reconocidas por la calidad de sus vinos, siendo apreciadas incluso en tiempos del emperador Julio César.
Estos caldos españoles, como los de Jerez y La Rioja, destacaban por su sabor y prestigio, y pronto se convirtieron en los protagonistas de muchas celebraciones romanas.